Nuestros antepasados iban a la caza de lo inmenso. Así engrandecían la vida. Por eso la astronomía fue la primera ciencia de la civilización. La noche fue más explorada que el día porque era mucho más vasta. El pensamiento forzó sus secretos, hurtó conocimientos para ensanchar el campo de la escasa vida. Espiar el infinito hace que aumente el espacio, el aliento, la cabeza, de quien lo está observando. A fuerza de estupor progresó la ciencia. Experimentar la maravilla es un requisito científico, porque instiga a descubrir. No sé si sigue siendo igual, no entiendo de ciencia ni conozco a científicos. El propio término, el de científico, hoy me inspira sospechas. Pero si no hay ya maravilla en el impulso de quien se encierra en un laboratorio, peor para él y peor para la ciencia. Fue la desaforada inmensidad de la noche lo que abrió de par en par los pensamientos de nuestros antepasados. Percatarse de que existe el infinito es ya un principio de entendimiento entre la mínima talla de la criatura humana y el universo. La distancia era tal que hubo que llenarla con las divinidades. Nuestros antepasados se contaron las más maravillosas historias en torno a los dioses. Los relatos provienen de la teología, que se originó en torno a las hogueras encendidas.
Una de esas historias de nuestra área relató el privilegio de haber sido creados a imagen y semejanza de la divinidad. Sin espejo, de memoria, el Dios del Antiguo Testamento ensayó el autorretrato. Pero incluso sin llegar a esa prodigiosa noticia, la especie humana sintió la necesidad respiratoria de ensanchar los bronquios y salirse de los bordes de su existencia asignada. Esta necesidad fue más importante que el organizarse en comunidades sociales. Los números que permiten los cálculos del cielo preceden a las legislaturas, Pitágoras viene antes que Pericles y Platón. El descubrimiento del ciclo de apariciones de los cometas y de los eclipses precede a la polis. Las reglas del triángulo aparecen antes que la política.
La primera subida al Mont Blanc anticipa la revolución francesa. Pertenecían a la misma generación, a la misma encrucijada del tiempo, pero la necesidad de explorar llega unos momentos antes que la nueva declaración de los derechos civiles. Antes de que la hermosa trinidad de liberté, égalíté, fraternite transformara al subdito en citoyen, nuestra especie supo que podía hollar la cima del Mont Blanc. Era un día de agosto. Un año después se expugnaría la oscura fortaleza llamada la Bastilla, pero una vez más, el espíritu de Ulises precedía al de Sócrates.

Erri de Luca. Tras los pasos de Nives.



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