Quizá la caza de cabezas sea una muestra de la barbarie primitiva, pero tiene una contrapartida mucho más terrible en las guerras de la civilización moderna. La civilización de nuestros días no es, después de todo, más que un grado superior respecto a la cultura bárbara. Sería cuestión a discutir si los primitivos salvajes, con sus rudas concepciones y creencias, con sus métodos de socialización y sus reglas de alta moral, no llevan una vida más pura y verdadera que nosotros, los civilizados. Sus aldeas no conocen la miseria de las grandes ciudades; a sus habitantes no les corrompe la codicia, ni ocultan los más abyectos sentimientos bajo un disfraz de respetabilidad. Alguna vez se dejan llevar por sus instintos bélicos y capturan una o dos cabezas, pero esto lo realizan en noble lucha. En cambio nosotros, los supremos representantes del progreso, agotamos los recursos de las naciones para destruir a millares de vidas humanas. Parece como si civilización significase lo mismo que degeneración. Sin embargo, penetra a viva fuerza en el Jardín del Edén, impone su cultura a estos pueblos sencillos y les arranca de sus aldeas, llenas de paz y de dicha, para hacerles trabajar en las minas y en las plantaciones; para despertar en ellos el deseo de las inútiles riquezas y placeres de los blancos, que sólo sirven de señuelo para cambiar su libertad en esclavitud.

Frank Hurley. Entre los cazadores de cabezas de Nueva Guinea. Joaquín Gil Editor. Buenos Aires, 1956.



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