Leo esta bonita descripción del inenarrable té tibetano en el entretenido libro de Alec Le Sueur “El mejor hotel del Himalaya”. Sólo de releerlo se me hace la boca agua.
La hospitalidad del pueblo tibetano es legendaria, a menudo imprevisible y, en lo que respecta al té de mantequilla de yak, lamentablemente poco grata.
Aunque algunos extranjeros afirman que les gusta el té de mantequilla de yak, es imposible que digan la verdad. Alegan que es un “gusto adquirido”, pero no explican las privaciones por las que hay que pasar para adquirirlo. La única manera de apreciar el sabor del verdadero té de mantequilla de yak es seguir las instrucciones de preparación de acuerdo con la receta tibetana:
1. Hierva agua en una cacerola ennegrecida sobre un fuego alimentado con boñigas de yak. Esto no da sabor al agua pero sí impregna la ropa del olor a boñiga de yak carbonizada y crea el ambiente perfecto para saborear una buena taza.
2. Eche medio cubito de té chino en el agua. Cuézalo más tiempo del necesario.
3. Añada varias cucharadas grandes de sal.
4. Agregue un chorro de soda.
5. Vierta esta deliciosa mezcla en una vasija de té de madera. Vaya a la estantería a buscar el cuenco de mantequilla de yak rancia del año pasado. Introduzca una cucharada en la vasija de té. Séquese las manos en el delantal. Bata el líquido y la mantequilla de yak rancia hasta que los pedazos se derritan en el té.
6. Vierta el caldo en un termo chino y espere la llegada de extranjeros desprevenidos.
Aunque a la mayoría de los extranjeros el sabor les resulta de lo más nauseabundo, el té de mantequilla de yak es uno de los alimentos básicos de los tibetanos, junto con el tsampa (granos de cebada tostada). Forma parte esencial de la cocina tibetana, y los tibetanos aseguran que no es bueno empezar el día sin una taza bien llena de té de mantequilla de yak.
Hay quien dice que los tibetanos llegan a tomar hasta cincuenta tazas al día.
Estos datos importan poco cuando uno tiene delante una taza recién preparada y a un anfitrión impaciente, que despliega una radiante sonrisa mientras insta a su invitado a beber. Por supuesto, una vez servido el té de mantequilla de yak, se considera de lo más descortés dejar el cuenco intacto. Aquí viene el problema, pues los tibetanos son un pueblo tan increíblemente amable y hospitalario que, a toda costa, hay que evitar ofenderlos. El anfitrión está permanentemente pendiente de ti, sonriéndote e invitándote a disfrutar de la bebida.
Tomarlo a sorbos sirve de bien poco, ya que el sabor es el mismo y el anfitrión vuelve a llenar el cuenco de inmediato, así que probé la técnica de bebérmelo de un trago. Fue un error, pues, el anfitrión, sonriendo de oreja a oreja, llenó de nuevo el cuenco hasta el borde, y me encontré con el mismo problema que antes, con la diferencia de que ya tenía el estómago lleno de aquel espantoso brebaje.
Descubrí que la solución consistía en llevarse el cuenco a los labios pero sin beber nada. Al principio, el anfitrión se queda un tanto confundido ya que sigue intentando llenar el cuenco. Entonces, al final de la fiesta, cuando uno se levanta para marcharse, hay que contener la respiración y beberse el cuenco de un trago. De este modo, lo único que ocurre es que el anfitrión lamenta no haber sido más hospitalario, pero esto es mejor que ofenderlo. Como alternativa, cabe intentar encontrarle el gusto al té de mantequilla de yak, pero en este punto debo admitir mi derrota.
Un libro que me dejo completamente alucinado